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Por Carlos Sánchez Almeida
En este ocaso somos aún antorchas, luz que sobresale en el horizonte. Y, mientras esta muralla resista, seremos custodios de la Palabra divina.
- Así sea –dijo Guillermo con tono devoto–. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la prohibición de visitar la biblioteca?
- Mirad, fray Guillermo –dijo el Abad–, para poder realizar la inmensa y santa obra que atesoran aquellos muros –y señaló hacia la mole del Edificio, que en parte se divisaba por la ventana de la celda, más alta incluso que la iglesia abacial– hombres devotos han trabajado durante siglos, observando unas reglas de hierro. La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante siglos, y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. Sólo posee ese secreto el bibliotecario, que lo ha recibido del bibliotecario anterior, y que, a su vez, lo transmitirá a su ayudante, con suficiente antelación como para que la muerte no lo sorprenda y la comunidad no se vea privada de ese saber. Y los labios de ambos están sellados por el juramento de no divulgarlo. Sólo el bibliotecario, además de saber, está autorizado a moverse por el laberinto de los libros, sólo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es responsable de su conservación. Los otros monjes trabajan en el scriptorium y pueden conocer la lista de los volúmenes que contiene la biblioteca. Pero una lista de títulos no suele decir demasiado: sólo el bibliotecario sabe, por la colocación del volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos, de verdades o de mentiras encierra cada libro. Sólo él decide cómo, cuándo, y si conviene, suministrarlo al monje que lo solicita, a veces no sin antes haber consultado conmigo. Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa, y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una tarea determinada, que requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y no para satisfacer la necia curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica.
-- Umberto Eco, "El nombre de la rosa"
Orden y caos
No inicio esta conferencia con una cita de Umberto Eco por casualidad. El propio título, “Antorchas en la Biblioteca”, hace referencia a una frase de la obra maestra del semiólogo italiano, nacido –las cosas del destino- en un pueblo italiano llamado Alessandria: “En este ocaso somos aún antorchas, luz que sobresale en el horizonte”.
Nacer en un sitio llamado Alessandria, y ser un apasionado de las bibliotecas acaba por condicionar el carácter de un hombre, hasta el punto que su obra cumbre gire en torno a una biblioteca amenazada por las llamas. Unas llamas que pueden iniciar precisamente aquellos que se consideran antorchas del saber, y que cargan contra Internet cada vez que reciben un doctorado honoris causa...
El tema de la biblioteca en peligro también es recurrente en mis conferencias, pese a que lo más cerca que he estado de Alejandría ha sido gracias a los libros de Terenci Moix, muy especialmente el que parte de un verso de Kavafis: "No digas que fue un sueño". Otro título que también sería muy apropiado para los tiempos confusos que vive Internet, esta gran Biblioteca, hoy en peligro por obra y gracia de los mercaderes de la propiedad intelectual.
Lo cierto es que la idea de una biblioteca universal me ha perseguido siempre, desde muy pequeño: uno de mis recuerdos más lejanos me sitúa perdido en un sofá de escay rojo -muy años sesenta- intentando sostener un pesado tomo de la enciclopedia Larousse. Mudo de asombro al comprender que la única forma de entender las historias era siguiendo las referencias cruzadas entre los distintos tomos.
Es un recuerdo simultáneo al de mi atracción por el caos, que me llevó a recortar las letras de los separadores que permitían clasificar las carpetas de mi tío abuelo. Con la consiguiente zurra de la autoridad competente, fiel defensora del orden alfabético.
Umberto Eco siempre ha creído en la necesidad de una Biblioteca como símbolo del orden, ineludible a su juicio para conservar el conocimiento. A diferencia del catedrático de Bolonia, creo que la única construcción humana capaz de cumplir con tal objetivo es una Biblioteca descentralizada, en la que aparentemente reine el caos.
Hiperenlaces: la “naturaleza” profunda de la Red
El caos es un orden por interpretar, cuya comprensión está vedada a quien necesite pensar de una forma jerárquica, rígidamente estructurada. Los devotos del orden alfabético nunca entenderán la Red, y precisamente por ello pueden causar mucho daño.
En la Biblioteca de Babel todo son referencias cruzadas. Un índice completo es imposible, al igual que su antónimo: el índice de libros prohibidos. Pero no por ello nuestros políticos dejarán de buscarlo, hasta el punto de intentar dañar la Biblioteca.
Sinapsis es un término griego, cuyo significado es enlace. Y la sinapsis neuronal, la forma en que se comunican las neuronas entre sí, es posiblemente el mejor ejemplo biológico para explicar Internet. La “naturaleza” de la Red está basada en la sinapsis de sus neuronas, en sus hiperenlaces.
Nada es casual: si entrecomillo “naturaleza” es porque Internet es una construcción humana, y como tal construcción, carece de otra naturaleza que no sea la que le han dado los arquitectos de sistemas. Coincido con Lessig en este punto: es preferible hablar de la arquitectura profunda de la Red. Pero como me dirijo a políticos, tengo que utilizar un lenguaje sencillo, que ellos puedan entender, desde su simplicidad necesitada de parábolas.
Caótica como la química orgánica, y como la química orgánica, basada en los enlaces: Internet fermenta a diario, y no deja de crecer. No es extraño, pues, que hablemos de su “naturaleza”, dado que se comporta como un ser vivo. Pero sólo lo es en apariencia: lo que está vivo en ella son las personas que la habitan. Sin embargo, hay algo en su arquitectura que la hace saltar como si estuviese dotada de sistema nervioso: la resistencia a la censura.
Lo dijo John Gilmore: Internet interpreta la censura como un daño, y todo su sistema de defensa se sensibiliza para aislar al invasor. Ha pasado cientos de veces, y seguirá pasando. No quieres caldo, pues toma dos tazas: ahí está La Lista de Sinde para demostrarlo.
Perseguir de cualquier forma los enlaces de hipertexto, en tanto que simples enlaces, es perseguir Internet. Y es la forma más sencilla de conseguir la unidad de todas las fuerzas de resistencia en contra de la censura: algo que en cualquier otra circunstancia sería imposible, habida cuenta de las diferencias culturales e ideológicas de las diferentes tribus que conforman la Red.
La Ley Sinde, una enfermedad neuronal
La pretensión del Gobierno Zapatero es modificar el tratamiento jurídico de los hipervínculos de Internet, de forma que puedan cerrarse las páginas que recopilan enlaces a contenidos protegidos por derechos de autor. En lugar de focalizar el problema en la vigente Ley de Propiedad Intelectual –que no define el enlace como comunicación pública de las obras- el Gobierno pretende otorgar competencias a un órgano administrativo, la Sección Segunda de la Comisión de Propiedad Intelectual del Ministerio de Cultura, para que por ésta se determine qué páginas deben ser cerradas.
El sistema mental de nuestros políticos es un triste reflejo de las estructuras jerárquicas donde medran. Unas estructuras jerárquicas, caldo de cultivo de toda corrupción, que les impiden comprender la complejidad de la sociedad-red emergente. En su simpleza, piensan que pueden identificar el índice de libros prohibidos que les permita censurar la Biblioteca. Como quien le quita a un niño el tomo de la letra P de la enciclopedia, para que no pueda buscar la Palabra Prohibida.
No entienden nada. De la misma forma que se aísla al invasor, la propia Red es capaz de restaurar sus sinapsis dañadas, circunvalando cualquier tipo de censura. A la larga, el derroche de fondos públicos no servirá para mucho. Pero eso no quiere decir que la Ley Sinde no sea dañina: cualquier mutilación de la Red puede ser un infinito drama humano, como lo es cualquier abuso del poder sobre la ciudadanía.
Como ya pusieran de manifiesto David Bravo y Javier de la Cueva, la razón última de la reforma es la falta de confianza del Ejecutivo y de los abogados de las multinacionales del entretenimiento en la judicatura española, que no interpreta las leyes como a aquéllos les gustaría. Nada es más manejable que un Gobierno en decadencia, infinitamente más flexible que jueces y fiscales a la hora de adaptarse a las necesidades del verdadero poder.
No me extenderé aquí sobre las razones que hacen de la Ley Sinde una mala ley. Es mucho más esclarecedor leer lo que han dicho de ella los magistrados encargados de aplicarla, los catedráticos que tendrían que estudiarla, o los abogados que habrían de utilizarla. Órganos consultivos y colectivos sociales se han pronunciado extensamente, y exceptuando a una fantasmal Coalición –en la que cada día se hace más difícil la convivencia de intereses entre verdaderos autores y simples intermediarios- ningún jurista de prestigio ha defendido el anteproyecto de ley.
Y ya que menciono la Coalición… Ignoro si el experto en relaciones públicas que la bautizó conoce la Historia: siempre es preferible atribuir a la ignorancia lo que de otra forma sería traición a quien le contrató. No se explica de otra forma tamaña necedad: si te autodenominas Coalición, estás reconociendo que lo que tienes delante es una Revolución que antes o después se convertirá, inexorablemente, en nueva República.
Autores y editores, perdidos en la Biblioteca
Lo divertido de toda esta historia es el origen: el concepto de copia previsto en la Ley de Propiedad Intelectual. Algo que desde el principio es un timo en toda regla.
El primer engañado es el propio autor, al que se le hizo creer que el número de copias se podía controlar, y que su editor siempre le diría la verdad. Peor es el yerro del editor, al que sus asesores le dijeron que se podría perseguir toda copia no autorizada.
Pero no hay peor engaño que el de aquel que se engaña a sí mismo, y llega a construir organizaciones con el sólo objetivo de perseguir la copia: organizaciones despojadas completamente de su objetivo fundacional, la protección del autor, y que sólo aspiran a su propia supervivencia, basada en la represión.
Los impulsores de la Disposición Final Primera de la Ley de Economía Sostenible son charlatanes, vendedores de elixires milagrosos, que han engañado a autores, editores, y aún a sí mismos, para mantener hasta el final una inmensa ficción jurídica: la posibilidad de perseguir o impedir la copia de las obras en cualquier tipo de circunstancia.
Hasta el último jurista español conoce el principio establecido en el artículo 3, apartado 1 del Código Civil:
"Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas."
Cuando la realidad social ha permitido que todos los ciudadanos puedan copiar y compartir libremente sus bibliotecas, la norma deviene inútil. En el ámbito de la Propiedad Intelectual, una normativa basada en la persecución de la copia, o del enlace a la copia, no sirve absolutamente para nada.
Un verdadero asesor le hubiese dicho eso desde el principio a sus clientes, en lugar de embarcarlos en una guerra perdida de antemano. Un verdadero asesor hubiese buscado vías alternativas para conseguir que autores y editores pudiesen seguir viviendo de su trabajo. Pero hace tiempo que dejaron de ser asesores, para convertirse en asesinos de ideas: un ejército mercenario que ha acabado por imponerse a aquellos que lo contrataron, en un verdadero golpe de estado editorial.
Otra propiedad intelectual es posible
El objetivo de la Ley Sinde no es otro que cerrar, a cualquier precio, las llamadas “páginas de enlaces”. Webs cuyo contenido fundamental son enlaces a archivos compartidos por los usuarios, que en buena parte son copias de obras protegidas por derechos de autor.
Se parte de un presupuesto erróneo: un número finito de páginas, cuantificado en aproximadamente 200 páginas por los impulsores de la censura. Y se olvida de la médula del problema: el hecho evidente de que las copias seguirán existiendo, multiplicándose hasta el infinito, al igual que los enlaces.
El principal error reside en la errónea percepción del problema: la copia. Si cambiamos la perspectiva, se puede abordar la complejidad de otra forma más favorable para llegar a una solución de consenso.
Y es que el verdadero problema no es la copia. El verdadero problema es considerar la copia como la protagonista del derecho de autor, cuando el único protagonista, el protagonista absoluto, no puede ser otro que el propio autor.
La industria musical, cinematográfica, editorial y del videojuego gira en torno a un concepto erróneo: el de producto. Hay otra forma de enfocar el problema: entender que se trata de una industria de servicio. Servicio al autor y a su público.
Como he explicado anteriormente en varios artículos, el futuro de la industria pasa por poner en contacto al autor con su público, en el menor tiempo posible. En un mundo globalizado y digitalizado, la velocidad es primordial, y en consecuencia, toda la cadena económica debe basarse en la inmediatez. El editor que consigue ofrecer al público un modelo de acceso inmediato a las obras, aleja al público de cualquier canal alternativo. Si algo no puede permitirse la sociedad actual, es perder el tiempo.
Una profecía cumplida
Empecé esta conferencia hablando de Umberto Eco, y he de acabar hablando nuevamente de él. Porque frente a los bibliotecarios dogmáticos, esclavos del orden, todos y cada uno de nosotros somos un pequeño y caótico Adso de Melk: todos y cada uno de nosotros podemos evitar el incendio de la mayor Biblioteca creada por el espíritu humano.
Umberto Eco no lo sabía entonces, pero él profetizó la Biblioteca que hoy es Internet. En el año 1981 pronunció una conferencia en la Biblioteca Comunale de Milán, bajo el título “De Biblioteca”. Al final de la conferencia, Eco –sobre todo, eco de Borges- define lo que para él sería la Biblioteca ideal. Evidentemente, no podía imaginar los chats, los twitters ni los facebooks. Pero como en la vieja caverna, todo estaba ya contenido en la Idea: de la Rosa original sólo nos queda el nombre. La Biblioteca:
Si la biblioteca es, como lo quiere Borges, un modelo del universo, procuremos transformarla en un universo a medida del hombre, e insisto, a medida del hombre significa también alegre, aún con la posibilidad de tomarse un capuchino, y con la posibilidad de que dos estudiantes se sienten una tarde sobre el sofá, no digo para darse indecentes abrazos, sino para llevar a cabo parte de su coqueteo en la biblioteca, mientras toman o devuelven a los estantes algunos libros de interés científico; es decir, una biblioteca que despierte el deseo de visitarla y se transforme gradualmente en una gran máquina para el tiempo libre, como lo es el Museum of Modern Arts donde se puede ir al cine, pasear por el jardín, mirar las esculturas y consumir una comida completa. Sé que la Unesco está de acuerdo conmigo: “La biblioteca... debe ser de fácil acceso y sus puertas deben estar abiertas de par en par a todos los miembros de la comunidad, quienes podrán usar libremente de ella sin distingos de raza, color, nacionalidad, edad, sexo, religión, lengua, estado civil y nivel cultural”. Es una idea revolucionaria. Y la alusión al nivel cultural requiere también una acción de educación, de consejería y de preparación. Y finalmente el otro punto: “El edificio donde funciona la biblioteca pública debe ser central, fácilmente accesible aún a los inválidos y abierto en horarios cómodos para todos. El edificio y su amueblamiento deben ser de aspecto agradable, cómodos y acogedores; y es esencial que los lectores puedan acercarse directamente a los estantes”.
¿Lograremos transformar la utopía en realidad?
La utopía ya es realidad, y se llama Internet. Una inmensa Biblioteca abierta a todos, una gran máquina para el tiempo libre, un lugar donde convivir y aprender, accesible a los discapacitados. Un lugar que atesora todo el conocimiento humano.
Y un lugar que hoy está en peligro, amenazado por el peor de los dogmatismos jerárquicos: el que surge de la obediencia y la estupidez.
Todos y cada uno de nosotros podemos evitar este incendio.
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