Por Andres E. Carrasco *
La revista Nature se preguntó en agosto pasado “si la ciencia podía alimentar al mundo”. En su editorial, que resume varios artículos de análisis y opinión, advierte que hay todavía 1000 millones de hambrientos, a pesar de que hay alimento suficiente para las 7000 millones de personas que forman la población del planeta. Y que para el 2050, cuando la población llegue a 9000 millones de habitantes, se requerirá más superficie sembrada, más agua, más fertilizantes y herbicidas con la indubitable destrucción de la diversidad y la salud humana y ambiental. Nature sugiere que la solución al eventual agotamiento y desastre natural es desarrollar tecnología (sugestivamente mediada por Monsanto y Syngenta, entre otras) que produzca una segunda revolución verde sobre la base de intensificar, en vez de extender el área sembrada con semilla que usen menos agua y sean más resistentes al calentamiento global.
Como complemento propone promover en los países pobres pequeñas unidades productoras, granjas mixtas que permitan la rotación de cultivos y ganadería integrada, además de incrementar la inversión en infraestructura que abarate costos con el fin de atemperar el hambre.
Mientras sugiere realinear la investigación científica y tecnológica, admite que hasta ahora los GMO no “han sido la panacea para mitigar el hambre de los países pobres a pesar de lo que pregonan sus defensores”, además de ser percibidos como parte sustancial de un “modelo monopolizante y privatizador de la producción de alimentos” y remata: “La ciencia y la tecnología no han sido panacea del hambre mundial, ya que en definitiva hay alimentos suficientes pero la pobreza de más de 1000 millones de seres humanos les impide acceder a ellos”.
Nature propone nuevas tecnologías biotecnológicas y químicas capaces de generar una agricultura que pueda alimentar a la humanidad dentro de 50 años y deposita su control y responsabilidad en las grandes corporaciones transnacionales. La revista reafirma de esta manera el paradigma tecnocientífico. Con optimismo, avizora un posible futuro sin hambre, conducido por las mismas manos que generaron una hipoteca ambiental y social impagable, al transformar la agricultura en negocio y los alimentos en mercancía. El argumento de Nature es la expresión de un inteligente giro del capitalismo global que admite el fracaso de esta etapa ante las necesidades de la humanidad, pero sin debatir si en vez de un exceso de optimismo tecnocrático, no fue simplemente parte del diseño colonial global. En ese silencio cómplice es que se oculta la perversión de la colonialidad.
Es obvio que el problema del hambre mundial es, para la construcción y supervivencia del capitalismo global, una amenaza de la marea inmigratoria incontenible que golpea las puertas de los países centrales despertando xenofobias y violencias. Pero es además una mirada alerta sobre esa periferia excluida que está en permanente convulsión social. Aun así, persiste en apostar a seguir apilando tecnología sofisticada que asegure la supervivencia de las grandes corporaciones y al mismo tiempo garantizar el modo de vida de los países centrales. Responsabilizando del hambre mundial al fracaso de una generación de instrumentos tecnológicos esconde que el modelo de apropiación instalado en los países periféricos, obedeciendo a demandas de las economías mundiales, sólo puede sostenerse con la desigualdad y la exclusión. Nature apuesta a preservar la legitimidad del tecno-capitalismo que necesita continuar privatizando los bienes comunes con acento tecnocrático y disimular al mismo tiempo la creciente percepción de crisis civilizatoria.
Argentina ha resignado su mirada crítica sobre el modelo dependiente impuesto por el poder corporativo, esperanzada en formar parte del club de los incluidos en la globalidad. El silencio cómplice niega admitir que el neocolonialismo que convoca al progreso por derrame se apropió de los bienes comunes más allá de cualquier costo social, económico o ambiental e insiste en proclamar el virtuosismo de un desarrollismo distópico y científicamente dependiente. No comprende que no es en el contenido donde radica la dependencia sino en su sentido que los determina. Así mientras algunos intentan infructuosamente instalar la discusión sobre los efectos indeseables del modelo de industrial y tecnológico de producción agrícola (y minera) que nos han impuesto, la preocupación europea admite sus dudas sobre la tecnología y se resiste a consumir o no los transgénicos que hoy producimos. Así están las cosas. Por colonizados, dos trancos atrás del mundo y condenados a seguir entregando nuestros bienes.
Una falacia, obvia en Latinoamérica y por lo tanto aburrida, es pretender pensar en un proceso emancipador sin desprenderse de la matriz epistémica del colonizador. “Inventamos o erramos”, dijo Simón Bolívar, mientras Quijano, Dussel y Mignolo nos repiten que descolonizar la subjetividad del ser y del saber es descolonizar el poder y por lo tanto punto de partida para inventar nuestro nuevo marco epistémico que definirá lo cultural, lo productivo, lo científico y lo político. No hay neutralidad ni universalidad en los saberes y que no se es porque se piensa. Se es donde se piensa. Con saberes que aseguren el “bien vivir” de nuestra gente. Porque si la modernidad europea construyó el capitalismo a partir de devastación y la explotación del Nuevo Mundo, la actual depredación no tendrá retorno cuando terminemos de ceder el patrimonio y la explotación de nuestros bienes comunes. Con ello cederemos nuestra libertad y dignidad de pueblo soberano. Desde ese momento sólo quedará hambre y desolación para el futuro
* Profesor UBA. Investigador principal Conicet.
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