jueves, 11 de noviembre de 2010

El Limbo desde Dentro-Adelanto de la revista Orsai


Dibujo de un nene que adentro del baúl de los juguetes del playroom de los que están esperando para ser deportados en España. Mirá el avión monstruoso que dibujó ese nene.

Fuente Álbum de Facebook del periodista.



Fuente Orsai.

Hernán Casciari |

Entré por primera vez a España —sin papeles— el 1 de enero de 2001. A los tres meses, cuando se me venció la visa turista, ya había decidido quedarme. Fui un indocumentado durante tres años, hasta que un bisabuelo italiano y muchos trámites me convirtieron en hijo de la Unión. Esos tres primeros años fueron complicados: no podía fumar porro en la calle ni conseguir trabajo en blanco. No podía hacer nada que llamase la atención. Tampoco podía, por ejemplo, volver a Argentina de visita, porque no me dejarían regresar. Pero volví.

I.

En los aeropuertos españoles no tienen problemas en dejarte salir con el pasaporte vencido. No les importa, incluso se alegran de que te estés yendo, porque eso es lo que quieren. Lo que no te dejan es entrar de nuevo.

Estuve en Argentina la semana en que asumió Kirchner: del 20 al 30 de mayo de 2003. Después de reencontrarme con la familia y los amigos, de ver perder a Racing en el Cilindro, de comer seis kilos de alfajores Cachafaz y de saludar por última vez a mi abuela Chola, volví a Ezeiza con mi pasaporte caduco.

En el aeropuerto de Buenos Aires un empleado de migraciones miró mi documentación inútil y me soltó una frase que nunca me olvido:

—Si este fuera un país serio —me dijo— yo no debería dejarte salir con los papeles vencidos; pero pasá, que se hagan cargo ellos. Nos vemos en cincuenta horas.

Y me dejó subir.

Entré al avión con la certeza de que en Barcelona me mandarían para casa otra vez. Es horrible estar catorce horas en el aire, sentado a diez mil metros del suelo, inmóvil y atado, con la seguridad de que, una vez en tierra, te subirán a otro avión idéntico para desandar el camino.

Cristina me esperaba en el aeropuerto del Prat cortando clavos. Yo tenía pensado patalear, gritar, hacer escándalos, incluso desmayarme si me detenían. El desmayo falso es un arma muy útil cuando sos gordo, porque nadie te puede levantar del suelo.

Pero en Barcelona me tocó un empleado de migraciones miope, o quizá cansado, que miró mis documentos con desidia y me dejó seguir viaje hasta la calle sin decir nada.

Entré al país con la misma cara de un perro que hubiera volteado una maceta. Cuando me senté en un taxi catalán y dije la dirección de mi casa, respiré por primera vez en quince horas.

Desde entonces, y hasta hoy, le presto mucha atención a las deportaciones de latinoamericanos en Barajas o en el Prat. No es solamente que me parezcan expulsiones injustas, también me producen muchísima tensión y amargura.

La prensa española no informa sobre estos abusos. Ni la prensa de izquierda ni la de derecha. Es un agujero negro del que nadie sabe nada, del que nadie quiere oír.

Los periódicos de Argentina hablan mucho sobe el tema —sí— pero sólo cuando ocurre algo extra de caracter conmovedor:

  • Una profesora argentina, invitada por la Universidad Complutense de Madrid, perdió su embarazo por estrés, mientras esperaba ser deportada. Maltrato y hacinamiento en Barajas. Enlace.
  • Una abuela quiso ir a visitar a su nieto recién nacido a Canarias y no la dejaron pasar (incluso teniendo sus papeles en regla) porque el oficio de su país de origen es de “empleada doméstica”. Enlace.
  • A una profesora de la Universidad Nacional de Salta la deportaron junto con su sobrina de 9 años. La nena iba a visitar a su madre que vive en España. Vio a la mamá pero jamás se tocaron, ni se besaron: un vidrio las separó todo el tiempo. Enlace.

Son historias crueles, pero ese componente de aislamiento las convierte en casos especiales que no van al fondo de la historia. ¿Qué pasa realmente ahí dentro? ¿Cómo duermen? ¿Tienen baños? ¿Te ponen un abogado? Los más de siete mil deportados latinoamericanos mensuales que pasan entre 30 y 50 horas en Barajas y se vuelven en silencio, casi nunca pierden sus embarazos. No son noticia.

Ese montón de horas encerrados en unas habitaciones que nadie conoce, en el corazón de los aeropuertos, sin teléfonos móviles para contactar con el exterior, son un drama diario que está ocurriéndole ahora mismo, en este momento, a dos docenas de personas. Un drama que siempre tuve curiosidad por conocer.

II.

La primera idea que tuvimos con el Chiri para la revista no era solamente arriesgada en producción, sino también carísima y bastante utópica.

Se nos ocurrió proponerle a algún periodista o escritor —con mucho oficio y ánimo para las aventuras extrañas— que viajara desde Buenos Aires a Madrid sin papeles, sólo con pasaje de ida, sin invitación ni dinero, para que se comiera las muchas horas en el limbo de los deportados. Que se dejara atrapar.

La idea: que nos contara desde dentro cómo son esos sitios secretos de los aeropuertos españoles donde un grupo de brasileños, ecuatorianos, rumanos, argentinos y mexicanos esperan incomunicados a que un avión (pagado por el gobierno de España) los devuelva a casa.

—Es complicado —dijo Chiri—, porque cuando te deportan no podés entrar a la Unión Europea por cinco años. ¿Que escritor o periodista va a aceptar el trabajo?

—Tendríamos que encontrar a un narrador nato —le dije—, uno de los de antes, de los que se juegan la vida en una crónica.

Nos quedamos pensando: no parecía posible dar con esa clase de periodista. Últimamente todos los colegas tienen ganas de entrar y salir de Europa cuando quieren. Son sibaritas del oficio.

Entonces me acordé de una anécdota. En 1995 empecé a trabajar en una revista de economía que aún se llama Énfasis (ya una vez hablé de eso en Orsai). Un par de meses después de que me aceptaran en el empleo, logré que incorporasen también al Chiri. El señor Weigandt, director de la revista, tomó a mi amigo durante una semana, para ver si funcionaba.

Su primera labor, la prueba de fuego de Chiri, fue ir a la Embajada del Paraguay a conseguir una foto del presidente. Estábamos cerrando un especial de logística sobre el Mercosur y sólo nos faltaba esa imagen; nos empezábamos a desesperar. Chiri entendió que al cumplir un recado menor, pero urgente, podía obtener una buena impresión inicial. Entonces dijo:

—No se preocupen, está hecho.

Pero no tuvo suerte. En la Embajada no le quisieron dar, o no tenían a mano, ninguna foto del presidente del país hermano. Chiri supo que se estaba jugando el puesto. Insistió. Le dijeron que regresara el lunes. Insistió más. Le dijeron que se fuera.

Cuando volvió a la redacción, sin embargo, traía bajo el brazo una fotografía inmensa de Wasmosy. El primer mandatario del Paraguay estaba mirando al horizonte, impoluto, con la banda tricolor al pecho. Nos sorprendimos mucho, porque era un retrato enmarcado en roble, de treinta por cuarenta y cinco centímetros. Le preguntamos a Chiri quién le había cedido la imagen.

—La descolgué de la pared de la Embajada antes de irme, porque no me querían dar ninguna —dijo.

Éramos cuatro en la mesa de trabajo de la redacción: Alejandro Seselovsky, que actualmente es redactor de la Rolling Stone (pero entonces era una criatura, como nosotros), la flamante diseñadora de la revista, María Monjardín (que más tarde se convertiría en la esposa de Chiri), el director Weigandt y yo. Fuimos ocho ojos que se quedaron mirando al Chiri con estupor. Nadie pestañeó durante toda la tarde.

El robo de símbolos patrios en territorio extranjero era entonces, y es ahora, delito internacional. No te viene a buscar un policía argentino en un patrullero. Viene a buscarte la Interpol: tres tipos de traje negro con anteojos oscuros, uno de ellos rubio y con audífono blanco en la oreja. El juicio por lo general es corto, porque el Gobierno del agresor prefiere no tener conflictos diplomáticos y nadie te ofrece una defensa digna.

Al Chiri le correspondían (con el reglamento en la mano) tres años y ocho meses no excarcelables, sin fianza. Pero cuidado: tres años en cárceles paraguayas no es lo mismo que tres años humanos. Como ocurre con la edad de los perros, a las penas paraguayas hay que multiplicarlas por siete.

Mi amigo, sin embargo, no era consciente de su gesta cuando entró a la redacción con Wasmosy en el sobaco. Entregó la fotografía sin mucho aspaviento y se sentó en su escritorio a esperar que la escanearan para devolverla. Así dijo. Para devolverla. En esa época fumábamos mucho porro, y con seguridad Chiri pensó esa tarde que la vida era sencilla. No entendió nunca por qué todos lo mirábamos con la boca abierta. Ni tampoco comprendió cuando el señor Weigandt se acercó a él, le puso una mano en el hombro, y le dijo:

—Si mañana estás en el país, querido, el puesto es tuyo.

Los siguientes cuatro días nadie vino a buscar a mi amigo, y entonces Weigandt cumplió su promesa. La foto de Wasmosy está ahora, enmarcada, en la redacción de Orsai en Sant Celoni.

III.

Nos reímos mucho en la sobremesa, recordando aquella anécdota en la que Chiri se convirtió, sin querer, en un periodista de raza. Entonces ocurrió algo:

—¡Seselovsky! —gritó Chiri.

—Sí —dije— Seselovsky estaba esa tarde en la redacción.

—No, boludo. Le tenemos que decir a Seselovsky que haga el viaje a Madrid y que lo deporten. ¡Seselovsky está loco y además escribe como los dioses!

Me quedé callado y pensativo. Alejandro Seselovsky había crecido muchísimo desde que lo conocimos en Énfasis, hace quince años. Algunas de sus crónicas en la Rolling Stone son míticas (sobre todo una en la que se pasó un mes entero trabajando en un call center para contar la historia desde adentro). Lo que tiene Alejandro, cuando escribe, es que logra que vos estés ahí, que seas su mirada. No narra con la cabeza sino con el cuerpo. Como si una mosca, con sus mil ojos, supiera contarte lo que ve.

—Me encanta Seselovsky —le dije a Chiri—, ¿pero vos te pensás que se va a arriesgar a que lo expulsen de la Unión Europea? Además no sabemos si ahora, con cuarenta años, está tan loco como antes. Tiene esposa, tiene hijos.

—Escribíle. Nosotros también tenemos cuarenta, esposa, hijos, y mirá las boludeces que hacemos.

Chiri suele tener razón. Esa misma noche (11 de octubre, hoy hace justo un mes) le escribí a Seselovsky el siguiente mail:

Ale, una idea. Te mandamos un pasaje de ida a Madrid para que te deporten y pases 48 horas detenido hasta que te manden de vuelta a casa. Queremos saber cómo es ese mundo desde adentro. Puede que te incomuniquen y que te peguen, pero no creo que muy fuerte. Además no te dejarían entrar a Europa durante algunos años. Te pagaríamos equis plata por la molestia. ¿Lo ves muy descabellado? Abrazo, Hernán.

A los diez minutos nos vino la respuesta por mail:

Dale. ¿Cuándo lo hacemos? Para mí sería óptimo la semana que viene, porque en diciembre presento mi nuevo libro Trash y tengo que estar acá. Abrazo, Ale.

Nos quedamos con Chiri mirando su respuesta en silencio. Supimos que Seselovsky estaba más loco que antes, y que era mejor periodista que nunca.

IV.

La “Crónica del deportado” es uno de los contenidos que más me gustan del número 1 de Orsai. También es la más cara de las producciones: abogados acá y allá, pasajes, producción, hotel por si Seselovsky pasaba la frontera, etcétera.

Alejandro salió de Buenos Aires cuando Kirchner estaba vivo, sufrió cincuenta y dos horas de presidio y el gobierno español lo devolvió a Ezeiza cuando Argentina ya era otra.

A su regreso me escribió:

Casciari, estoy de vuelta en la ex patria K. Los resultados de mi experiencia en Barajas son de diez sobre diez, por lo menos en términos de lo que fui a buscar. Para decirlo más fácil, no me podría haber ido mejor. Estuve 47 horas detenido en la zona de no admitidos, fui entrevistado por polis, defendido por abogados puestos por el Estado español, y compartí desyuno, almuerzo, merienda y cena con un rumano que me explicó por qué robar whisky en Madrid es tan redituable para rateros como él, con una nigeriana que lloraba todo el día en el teléfono, con tres brasileñas evangélicas convencidas de que Cristo las iba a hacer entrar a España; en fin, docenas de historias. Saqué fotos clandestinas, te las adjunto. Hay un elemento que me traje que está bueno para usar: lo que está escrito en las paredes de ese limbo. Los deportados dejan grafitis. Copié la mayoría, porque tengo ganas de armar la crónica con esas frases como subtítulos. Es una boludez que hago a veces. Yo dejé un grafiti también, detrás de una de las camas: “Alejandro Seselovsky estuvo acá, para Orsai Revista, el 26 de octubre de 2010”.

Al recibir ese mail, con Chiri supimos que estábamos haciendo la revista que habíamos soñado.






0 comentarios:

Publicar un comentario