Por Mario Wainfeld
Los terribles acontecimientos de Bariloche son conocidos por el lector de este diario; se los reseñará velozmente para encuadrar el tema. Darío Bonnefoi, un adolescente, fue asesinado por la policía local en un episodio de gatillo fácil. Las protestas de los pobladores de la zona humilde donde moraba la víctima fueron ferozmente reprimidas, resultando asesinados Nicolás Carrasco (otro menor de edad) y Sergio Cárdenas.
Un juez garantista y respetable, Martín Lozada, comenzó la instrucción y fue desplazado prestamente de ella por una Cámara que tiene espantosos pergaminos, entre ellos la victimización judicial de una mujer que había realizado un aborto permitido. Otro magistrado, Miguel Gaimaro Pozzi, recibió el encargo y le tomó indagatoria al cabo Sergio Colombil, quien disparó contra Bonnefoi. Colombil declaró que se le cayó la cartuchera, que se le escapó un tiro. Ya se sabe qué tremenda puntería tienen las balas perdidas en la narrativa policial.
El gobernador de Río Negro, Miguel Saiz, se manejó como si lo fuera de Arkansas. Mantuvo distancia física e institucional por demasiados días, recién el jueves pasado consideró interesante costearse hasta Bariloche. Concedió una penosa conferencia de prensa que incluyó patoteadas a los asistentes que no le agradaban y agresión física a la cronista de Clarín Candelaria Schamun, entre otros.
Muchos vecinos de Bariloche defendieron el accionar policial y protagonizaron marchas de adhesión, acompañadas por patrulleros que desfilaban en triunfo.
Hasta ahí, en orden de aparición y de responsabilidad, los principales y directos culpables de sucesivas violaciones de derechos humanos: la Policía, el Ejecutivo y una facción dominante de los tribunales provinciales, ciudadanos que se movilizan en defensa de lo indefendible.
Observadores mucho más calificados que el autor de esta columna describen un cuadro social que no es único en el país pero que, a su ver, cobra relieves muy marcados. Se trata de una grieta social, expresada geográficamente entre el Alto y el Bajo, las zonas que dividen en clases a una ciudad que siempre fue hermosa y que en los últimos años prosperó enormemente al calor del turismo y la resurrección de industrias regionales. La politóloga María Esperanza Casullo, bloguera y patagónica ella, hizo una notable semblanza en una columna publicada el 23 de junio en Página/12.
Los crímenes tienen, pues, su especificidad penal y geográfica. Y sus responsables centrales ya señalados: la fuerza de seguridad, el Ejecutivo y el Poder Judicial rionegrinos.
Esto subrayado, el cronista desea sugerir que, tal como sugiere un vistazo al mapa nacional, Río Negro no es una isla. Y que los acontecimientos distan de ser una flor exótica. Y, además, que son un desafío y un problema nacional. Veamos.
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El nudo gordiano previo y ulterior a los hechos no es novedoso ni data de este siglo. Se remonta a décadas y sigue irresuelto. Hablamos de la decisión, extendida en casi todas las provincias, de resignar el control y la autoridad políticos sobre la policía. En estos años, son flagrantes los ejemplos de Mendoza y Buenos Aires, denunciados reiteradamente por organismos de derechos humanos.
Buenos Aires conoció un intento denodado e inconcluso de revertir la tendencia, cuando se confió a León Arslanian la cartera de Seguridad. Luego se produjo una regresión autoritaria, largamente denunciada en este medio. La idea de dejar a la Policía su autogobierno, con la peregrina fantasía de pactar una suerte de gobernabilidad del delito, ordena la gestión del gobernador Daniel Scioli. El mendocino Celso Jaque también recae en ese vicio.
Saiz es un radical K, Jaque y Scioli revistan en el Frente para la Victoria. La pésima praxis no es monopolio de esa coalición política, muy visible porque comanda más territorios. Sin ir más lejos, la impunidad de la policía brava de Mendoza ha sido una constante que atravesó a sucesivos gobiernos peronistas y radicales, en una provincia caracterizada por una inusual alternancia bipartidista.
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Otro ejemplo, poco conocido en la cabeza de Goliat, incumbe a un gobierno peronista federal. Es el secuestro y desaparición de Iván Eladio Torres, ciudadano chileno radicado en Chubut. Torres fue detenido por tres policías en octubre de 2003, cuando contaba 26 años. Desde entonces está desaparecido. Un testigo que fue detenido junto a él, Dante Camaño, fue asesinado en 2005. La misma infausta suerte le cupo a David Alberto Hayes, quien estaba preso en la cárcel a la que fue a parar Torres y presenció cómo fue golpeado hasta desmayarse. Hayes fue asesinado en la alcaidía donde estaba detenido en enero de 2005.
El caso está indescifrado, la desaparición subsiste, hay denuncias de familiares de Torres de haber sido detenidos y amenazados. Una de sus hermanas, Tamara Bolívar, denunció haber sido violada por personal policial chubutense.
La madre de Torres, María Millacura Llaipén, se presentó ante la Comisión Interamericana de Derechos humanos. Esta exigió al gobierno argentino que tomara todas las medidas necesarias para proteger la integridad física de los demandantes y los testigos del caso. El trámite pasará como demanda a la Corte Interamericana de Derechos humanos. Parte del procedimiento es reservado, por lo que no es posible informar con certeza si ya se presentó la demanda, pero hay datos extraoficiales que indican que es así.
Si el trámite avanza y, como lo indican varios precedentes, prospera habrá una condena contra el Estado argentino, no contra la provincia gobernada contingentemente por el peronista federal Mario Das Neves. Se trae a colación el ejemplo para señalar las responsabilidades indelegables del Estado nacional en el derecho internacional vigente.
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El caso Torres enseña también que las más divulgadas desapariciones de Julio Jorge López (que seguramente tiene otros autores materiales) y la de Luciano Arruga en Lomas del Mirador son la parte visible de un iceberg.
No nacen de gajo, ni del azar. Suceden en un contorno de múltiples y crecientes falencias del sistema de seguridad y la Justicia penal. Presos sin condena que se hacinan en cárceles hediondas, sujetos a malos tratos y apremios. Brutalidad policial en todos los distritos. Detenciones sin orden judicial, inclusive de menores. Pésimas condiciones de los institutos de menores. La nómina no es exhaustiva y forma parte de las severas observaciones del Informe presentado por el Comité de derechos humanos de las Naciones Unidas, hace poco más de un mes. Bien mirado, el informe no trasunta “apenas” la persistencia de un problema crónico, sino retrocesos respecto de standards alcanzados durante los propios gobiernos kirchneristas. Seguramente incide, por su población e importancia, el desmadre de la provincia de Buenos Aires a partir de 2007.
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Ninguna provincia está exenta, ni siquiera la Ciudad Autónoma, donde la Policía Metropolitana hace su bautismo de fuego a puro palo y violencia.
Contra lo que reza cierta leyenda, que tiene cultores en el gobierno nacional, la Policía Federal no es un contraejemplo. Penden sobre ella, entre otras, enormes sospechas por la muerte del pibe Rubén Carballo, quien se dirigía a un recital en Vélez. La Federal aduce “muerte dudosa” y así se caratula el respectivo expediente. La familia y testigos directos hablan, más verosímilmente, de brutalidad policial seguida de homicidio. Testigos presenciales y filmaciones difundidas por tevé comprueban que ese día la Federal golpeó a mansalva a muchos asistentes, jóvenes, cual es su predilección.
Las pericias dictaminan que Carballo, que atravesó una larga agonía, tuvo un hundimiento de cráneo compatible con golpes producidos con un objeto romo, como un bastón policial.
El fiscal de la causa cavila porque las lesiones también podrían ser compatibles con una caída desde una pared, tal la versión policial. Esas teorías chocan contra la estadística y el costumbrismo: en estas pampas, suelen ser falsas y autoexculpatorias. El expediente avanza a tranco lento. No se han producido sanciones o desplazamientos de los policías que intervinieron en el operativo, que derivó (en el mejor de los casos) en una golpiza colectiva de aquéllas. La responsabilidad penal es lenta y supeditada a la presunción de inocencia. En las responsabilidades políticas o de gestión, la carga de la prueba debe matizarse, cuando no invertirse.
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En todas partes se cuecen habas, pues, y de eso se trata. La tragedia acecha, tragedia en estado puro, porque se trata de desenlaces previsibles por estar predeterminados o (por la parte baja) facilitados.
Enunciado –a sobrevuelo– el contexto, volvamos a Bariloche. La empiria comprueba que la policía se desmadra si se la autonomiza del poder político. Y que una vez producidos los crímenes, estos suelen quedar impunes si los poderes políticos no toman las riendas. El ejemplo de Torres alerta acerca de una obviedad: el Estado argentino es el responsable primero de la vida de los habitantes del país y de la vigencia de los derechos humanos. Ningún gobierno que cumpla su deber puede desligarse de ese deber para evitar “costos políticos”.
Saiz es un radical K, que podría volver al redil de la UCR en tiempos cercanos. Esa condición de bisagra es una fortaleza, en el actual escenario: el oficialismo lo preserva o al menos no lo pone en entredicho. Los radicales no pondrán en la picota a un correligionario que cualquier día puede ser el hijo pródigo. Los peronistas federales, ya se dijo, están también limitados para mover ese avispero.
Las reacciones de “la gente” de Bariloche, sus clases medias o altas, también influirán en la pasividad por su potencial comportamiento electoral.
Un supuesto federalismo, mal entendido, es otra pieza del afrentoso rompecabezas. Llama la atención que apele a él el actual Ejecutivo, genéticamente intervencionista. Ministros y secretarios de todo pelaje, siempre dispuestos a debatir una frondosa agenda nacional o provincial, han mantenido un sonoro silencio sobre Bariloche. Ese silencio, en la práctica, amuralla y protege a los taitas locales, la policía y los jueces que la apañan. La Secretaría de Derechos Humanos debería rever su pasividad y silencio de estas semanas. Muchas acciones pueden imaginarse, aunque más no fuera ponerles el cuerpo a los familiares de las víctimas y “hacer número” ahí donde la puja es dispar y brutal. El gobierno, Poder Judicial y los uniformados rionegrinos juegan de local contra sus pobres ciudadanos. Si hubiera marca cuerpo a cuerpo, estarían constreñidos a atenuar su desparpajo, gozarían de menos margen de maniobra. Desde el asesinato de María Soledad Morales en adelante, es consabido que la nacionalización de crímenes cometidos restringe la impunidad local.
El kirchnerismo es hiperactivo en los tribunales, en los medios, en la presencia pública. El bajo (nulo) perfil en Bariloche es una contradicción que no le hace honor.
La inseguridad es una polémica central en el Agora. La atención suele centrarse en los trágicos casos de víctimas de delincuentes, dignas de respeto, empatía y protección. Pero, a más de un cuarto de siglo de reinstauración de la democracia, la mayor inseguridad deriva de violaciones de derechos humanos cometidas por fuerzas de seguridad. Interpela a la “clase política” a hacerse cargo. En lo inminente, compensar la asimetría que se ve en Bariloche; todavía se está a tiempo. En lo estratégico, avanzar con el Acuerdo por la seguridad democrática, una propuesta transversal, pluripartidaria y bien pensada, sin facilismo ni cortoplacismo.
Fuente Página 12Algo más sobre Bariloche:
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