Casuística de la soberbia
por Daniel Link para PerfilIgnacio Echavarría suministra un ejemplo del "esperpéntico anecdotario" de persecuciones que sufren hoy los ciudadanos en nombre de los derechos de autor: como una sentencia de 2006 autorizaba a la Sociedad General de Autores y Editores de España a cobrar por la música que se ponía en las celebraciones de boda y otros eventos de este tipo, la SGAE demandó hace unos meses a un salón de bodas de Sevilla por emplear música de sus afiliados sin pagar el canon correspondiente, utilizando como prueba de su denuncia un video de cuatro minutos grabado durante la celebración. Los novios demandaron la SGAE por grabar sin autorización ese video que vulneraba la intimidad del acto, y la entidad fue condenada a pagar 60.000 euros de multa.
Podemos agregar otros casos. Hace unos años, una profesora de literatura muy devota de los derechos de autor retrasó la inclusión de una novela agotadísima en sus programas de trabajo porque sabía que al año siguiente sería reeditada y no quería perjudicar a la editorial que habría de publicarla (el sello de referencia suele cobrar las ediciones que realiza, particularmente a los investigadores universitarios, que pagan con fondos que las universidades públicas proveen). Dicho de otro modo: la profesora (que sabe manejar un mercadito cautivo) modificó sus necesidades pedagógicas para favorecer a una editorial privada.
Un profesor norteamericano pide a su colega argentino que le mande un artículo que piensa recomendar como bibliografía obligatoria, "así me ahorrás el trabajo de escanearlo". El argentino se niega, amparándose en derechos abstractos y mezquinos. Hace unos meses, los sabuesos del capitalismo bloquearon el acceso a las páginas Derrida en Castellano, Nietzsche en Castellano, Heidegger en Castellano. Por fortuna, sus contenidos fueron inmediatamente replicados en servidores extranjeros.
La mistificación y fetichización de los autores (y de sus derechos), sin precedentes, que domina nuestro horizonte, corre pareja con una creciente soberbia según la cual el autor es la única fuente de la obra y no debe nada al conjunto de relaciones que constituyen sus condiciones de existencia (ni a las instituciones que le paga salario y le otorga becas). Invirtiendo los torcidos razonamientos de las cámaras y logias de los usureros del concepto, habría que decir que las universidades o los djs no deberían pagar un solo centavo en concepto de derechos, sino cobrar a las editoras un canon por la difusión y promoción de ciertas obras. Después de todo, el docente que recomienda la lectura de un capítulo de tal novelista o crítico está indirectamente promoviendo la compra del libro, como las radios que promocionan los lanzamientos de los discos de las multinacionales.
Que alguien pretenda, en nombre de otra abstracción, el "trabajo", arrogarse derechos de cobro en relación con públicos cautivos y agentes de prensa que cumplen obedientemente sus funciones sin pedir retribución a cambio, sólo puede molestarnos, nunca preocuparnos.
El Mal no puede triunfar y no va a triunfar. Cuanto más paranoicos se vuelvan sus agentes (y cuanto más cínicos se revelen sus aliados, los "autores") más claro quedará qué hay que recomendar que se lea y qué no. Los "convertidos en agentes del orden, en furibundos instructores de legislaciones restrictivas y penalizadoras, en vigilantes celosos, en ávidos controladores, en perseguidores", para usar palabras de Echavarría, que pasen a formar parte del index de aquéllos cuya lectura no promoveremos.
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