Lleva años estudiando en el ámbito académico tópicos que recién ahora salen al debate público: los problemas ecológicos de la producción agropecuaria, el consumo, la crisis alimentaria, la economía y los costos naturales. “La Argentina es un gran territorio que no estamos sabiendo ocupar ni monitorear, ni manejar”, advierte.
–¿Cuál es la relación entre la crisis alimentaria en algunos países y la crisis financiera internacional?
–La población mundial tiene unos 6600 millones de habitantes. Existen modelos agrícolas que alimentan a esa población, prácticamente al 30 por ciento cada uno. Uno de esos modelos es la agricultura industrial que provee a los países desarrollados y a las grandes ciudades de los países en desarrollo, como la Argentina, Brasil, etc. Allí sí puede pensarse en una crisis alimentaria, vinculada con el flujo de alimentos y con el consumo en esos escenarios. Pero hay una gran parte del mundo que tiene una agricultura menos intensiva, de base campesina, de modelo agroecológico y desarrollo local de los productos que no vio pasar la crisis.
–¿Por qué no los afectó?
–Porque esa agricultura está vinculada con la gente: el intercambio es entre personas y no entre puertos y fluyen a través de sistemas de intercambio diferentes de los de los traders cerealeros, que son los que suben el precio de los alimentos y crean las crisis. Lo que se está perdiendo, en realidad, es la seguridad y la soberanía alimentarias de los pueblos. Si dejamos que el intercambio siga estando en manos de los grandes comercializadores de alimentos sí vamos a una crisis, pero de apropiación. La agricultura de base campesina podría triplicar su producción con apoyo tecnológico aplicado. Podríamos nutrir a muchos mediante una agricultura más independiente. Pero muy pocos se dedican a investigar para esos productores.
–¿Es posible diferenciar las reglas de juego entre las grandes comercializadoras y los pequeños productores y campesinos?
–Necesitamos más Estado que intervenga en los mercados, apoyando a las pequeñas economías de desarrollo agrícola y de pequeños y medianos productores, cuya producción apunta más a los mercados locales que a la exportación. Lo que hay que discutir es que las retenciones de los productos que se exportan no las terminen pagando los agricultores. Porque los traders lo único que hacen es tomar lo de los agricultores.
–¿Cómo se da esa relación entre grandes comercializadores y los agricultores?
–Tal como están planteadas hoy, las retenciones surgen del pleno del valor de los agricultores. Las cerealeras reciben el valor pleno y les descuentan a los agricultores el valor de la retención. Yo estoy a favor de las retenciones. Pienso que en un país de base agrícola, que quiere proteger esa base para escenarios futuros, debe haber un resarcimiento por el daño ambiental producido y la explotación de los recursos naturales. Pero debemos luchar por transferir el costo del uso de ese recurso ambiental a las comercializadoras de granos a nivel internacional.
–¿Cómo podría intervenir el Estado en este escenario?
–El Estado podría comerciar su producto más relevante a través de una comercializadora, argentina por ejemplo, que juegue en el mercado internacional. O juntándonos con países de la región y conformando una trader del Mercosur. Quizás, en parte, no se les ocurre. Pero eso sería una discusión con los sectores más importantes de la tierra, grupos corporativos que representan a países o que, incluso, los superan. Es más fácil discutir con los chacareros que con los pooles de siembra o con estos grupos expoliativos, que revientan los recursos naturales, los explotan a costo cero, toman sus ganancias y a nosotros nos dicen: “Muchas gracias”. Grupos como Dreyfus, Bunge, Cargill, Monsanto, Bayer. Dreyfus, Cargill y Bunge están comercializando una buena parte de los granos de la Argentina y lo hacen en un contexto legal que les damos como país. Tenemos que recuperar el manejo de los recursos naturales. Parte de América latina está apuntando a recuperar sus recursos, porque los países desarrollados los toman a costo cero. Los granos no tienen el valor del recurso intrínsicamente utilizado.
–¿Quién determina ese valor?
–El mercado internacional de granos: la oferta y demanda. Pero no se valúa el agua o el “índice templado” del país. No es lo mismo un país templado, que produce granos sin restricciones ambientales, como una helada o una nevada. En un año, la Argentina puede tener tres cosechas continuas con rotaciones agrícola-ganaderas recurrentes sin restricciones. Eso tiene un valor que no es reconocido. Se está usando el agua a costo cero.
–¿Cómo se calcula el costo del agua, por ejemplo?
–Se necesitan unos 550 milímetros de agua por hectárea en el caso de la soja de primera y 450 en la soja de segunda. Los nutrientes son otro factor. El costo de reposición del nitrógeno y el fósforo en el caso de la soja es un 25 por ciento del valor de la cosecha. Hay un pool de nutrientes en el suelo que año a año se va achicando.
–¿La crisis alimentaria puede ser pensada como un problema de acceso a los alimentos?
–Unos acceden y otros producen, pero no les alcanza para su población, como los países africanos. También está la cuestión de la limitación física. En Kenia, a los masai no los dejan acceder a los lagos fértiles con sus animales porque los utilizan para la producción de flores, que salen de Nairobi hasta Europa, donde las chicas las venden por la calle, mientras los masai tienen que migrar para poder sobrevivir. Esto pasa con nuestros productores en la zona chaqueña y con miles de agricultores en todo el mundo.
–¿Cuánto tiempo lleva estudiando el tema de la soja?
–Llevo quince años estudiando el tema de la soja transgénica. En ese entonces publicábamos en Estados Unidos, acá no había dónde. Discutíamos los temas de la soja con los extranjeros. Hoy ya no se puede ocultar más. En el 2000 escribí un libro, Cultivos transgénicos: ¿hacia dónde vamos?, donde preguntaba qué va a pasar con los temas ambientales, sociales, ecológicos y de salud. Estos temas saltan todos ahora, pero los discutíamos hace diez o quince años. En 2001 se empezó a discutir, pero siempre fue colateral, porque reconozcamos que al campo nadie le daba importancia. Comprendo la situación del corte de ruta porque diez años atrás desaparecieron 110 mil productores. En las buenas, los chacareros quieren ganar plata y están contentos. Están en su lógica capitalista, pero no son iguales los chacareros de la región chaqueña y los de la región pampeana, por ejemplo.
–¿A esos chacareros los afectaba la Resolución 125?
–En la coyuntura actual sí. En la anterior sabían que le estaban sacando una parte de su ganancia pero no iban a pérdida. Hoy pierden plata. Insisto en que tiene que haber retenciones, por el uso de recursos naturales que son de todos. Pero esas retenciones tienen que ser diferentes para un gran productor –un pool de siembra que es fácil de identificar– y para un pequeño y mediano productor. Además se debe reorientar la política agrícola del país. La Argentina no puede ser un país que sólo produzca soja; tiene un altísimo potencial para producir el abanico posible, que desatendimos en los ’90. Nadie se preguntó por qué en plena crisis del 2001/02 no tuvimos una crisis con la leche, cuando la caída de la lechería fue brutal. Fue porque los pibes no tomaban leche. Si hubiésemos estado en los niveles actuales de consumo no alcanzaba la leche y la hubiésemos tenido que importar.
–¿Qué momento importante marcaría en la historia de la producción agropecuaria?
–El último momento fuerte, que generó lo que estamos viviendo hoy, se dio a mediados de los ‘’90 con el paquete soja transgénica-siembra directa-glifosato. Eso dio vuelta el sistema de producción agrícola. Antes había una batería de 20 o 25 agroquímicos para controlar las malezas. Se usaban pero eran carísimos. Cuando llega el glifosato bajan los costos brutalmente.
–¿En qué porcentaje bajaron los costos con el glifosato?
–Del 40 por ciento que se gastaba en herbicidas se pasó a un 15 por ciento. Utilizando glifosato y soja transgénica no había problemas de malezas y no necesitaban dedicación, así que ampliaban su capacidad de trabajo a otros sectores. Pero ahora aparecen problemas de resistencia en malezas, como el sorgo de alepo, una de las malezas más críticas de todos los sistemas de climas templados. Es la peor maleza de la historia argentina. El control es muy complejo. En el Norte, se expanden por alrededor de 150 mil hectáreas, de Salta hacia el Sur. Esto va a generar que se vuelvan a encarecer los costos en herbicidas.
–¿Cuántas hectáreas hay cultivadas con soja?
–En esta campaña hay 45 millones de granos de toneladas de soja y 16 millones de hectáreas. Desplazan el maíz, el girasol, la lechería, la ganadería, la horticultura y, sobre todo, escenario natural y gente. Toda la región pampeana y el Chaco, que estaba disponible, ya está cubierta. Ahora es pura deforestación y ese costo nadie lo está asumiendo. Los europeos hablan del agro-combustible, pero están destruyendo todo este sistema, así que cuando hagan sus cálculos deberían incorporar los costos de destrucción en los países en vías de desarrollo.
–¿En qué magnitud avanza el corrimiento de la frontera agropecuaria?
–300 mil hectáreas por año. Además mucha gente se contamina con arsénico porque se pincha la napa para sacar agua para cultivo intensivo de soja: se les endurece el cabello, se les caen las uñas. Muchos campesinos, agricultores y comunidades indígenas son desplazadas.
–¿Se puede establecer alguna relación entre la deforestación y las sequías?
–La sequía es un fenómeno recurrente en la región pampeana. Puede tener que ver con un escenario de cambio climático que afecta a la región. Pero si en el Norte no hubiéramos deforestado tanto estaríamos enfrentando la sequía mucho mejor, sobre todo los que se cobraron la soja y ahora se están quejando porque no pueden cosechar. Hay empresarios temerarios que avanzaron sobre áreas que no debían desforestar, en algunos casos, sin permiso, y ahora pretenden cobrar los beneficios de un supuesto apoyo por problemas de sequía. A esos hay que diferenciarlos de los pequeños agricultores que quisieron seguir con sus cultivos y se vieron desplazados.
–¿Cómo podría definir los perjuicios ambientales que causan los agroquímicos?
–Uno de los perjuicios se da por la intensificación del uso de un único herbicida: el glifosato. Otro es la degradación del suelo en términos de explotación de nutrientes y la alteración de la estructura del suelo por la práctica de siembra directa.
–¿Qué incidencia tienen los productos transgénicos en la calidad de la alimentación?
–Hay algunos estudios que empiezan a demostrar que no es lo mismo una soja transgénica que una tradicional. Pero no tenemos la información necesaria para estudiar el tema en profundidad. Por suerte, el Gobierno empezó a hacerse algunas preguntas, pero no nos olvidemos que este Gobierno depende mucho de la soja. Además, esta preocupación por la salud la tendríamos que haber tenido quince años atrás.
–Algunas organizaciones plantean que el uso de los agrotóxicos es cancerígeno.
–El cóctel tecnológico es el que genera los problemas. Hay un cambio de factores, por los transgénicos, por la lluvia ácida y por otros aspectos, que debemos estudiar. Pero si hay un cambio del entorno agrícola a algunas poblaciones, que antes no tenían soja y ahora están rodeadas de ese cultivo, alguna interacción se produce. Y es responsabilidad del Estado investigar ese tema.
–¿Cómo definiría el mapa actual de la propiedad de la tierra en el país?
–La pregunta es: “¿para qué sirve la tierra?” ¿Es un escenario para la producción capitalizada y la asignación de riquezas para algunos sectores o es algo más? Argentina es un gran escenario liberado a las fuerzas del mercado global. Desde ese punto de vista, es un desastre en términos de asignación de tierras. En las ciudades porque se construye en cualquier lugar. En las áreas periurbanas los productores sojeros y hortícolas (más contaminantes que la soja) hacen lo que quieren y en las áreas rurales está dispuesta para la compraventa del mercado global. Hay 17 millones de hectáreas en manos de extranjeros. Y no hay una legislación que detenga esto.
–¿El censo agropecuario es una herramienta adecuada para estudiar el fenómeno de la concentración de la tierra?
–Hay muchas cosas que con los censos no se pueden detectar. Se puede detectar a productores que tienen un rango determinado de hectáreas, pero las sociedades anónimas esconden muchas cosas. Por ejemplo, los propietarios forman parte de sociedades anónimas, SRL que no se sabe quiénes son. Otros son directamente representantes de grupos económicos. Los pooles de siembra también neutralizan mucha información. Intentamos verlo a través de los catastros, pero en muchos lugares no se sabe en manos de quién está la tierra.
–¿De qué herramientas dispone el Estado para hacer un análisis más exhaustivo?
–La cuestión federal es compleja, en el área agrícola, agropecuaria y ambiental nos enfrentamos con regímenes feudales donde no es fácil acceder a la información. Incluso al Estado nacional no le es fácil obtener información. La Argentina es un gran territorio que no estamos sabiendo ni ocupar, ni monitorear, ni manejar. Los procesos de deforestación avanzan porque ni siquiera lo estamos monitoreando desde arriba. Hay muy poca gente en el territorio y si no volvemos al territorio no podemos hacer estas cosas. Los datos disponibles del censo son de 1988 y 2002, y los mayores cambios se dieron del 2002 en adelante.
–¿Cuál es la mirada que tiene la economía ecológica sobre las problemáticas que usted plantea?
–Trata de resolver uno de los problemas más grandes que tiene la humanidad: el conflicto economía-sociedad. Los ecólogos no pueden explicar a los economistas lo que pasa con los recursos naturales y los economistas entienden a la naturaleza como parte de la contabilidad. La economía ecológica hace un análisis de la sustentabilidad del sistema con un aporte transdisciplinario, desde una visión holística. Nos proponemos no quedarnos en el diagnóstico, sino decir lo que está pasando, que la sociedad pueda entenderlo y, en lo posible, ofrecer alternativas.
–¿Qué cuestiones están en agenda para la economía ecológica?
–Desde un punto de vista macro, una de las cuestiones que más preocupan es el intercambio Norte-Sur, el comercio ecológicamente desigual. Hay una transferencia de recursos naturales y una colocación de daños ambientales en la economía de origen a costo cero. Exportamos bienes que cotizan por su precio de mercado, pero que no se reconocen las externalidades, los costos no incluidos. El verdadero costo de producción debería ser el costo directo, más el costo indirecto, más las externalidades. Si dentro de los modelos agrícolas incluyéramos estos costos en concepto de externalidades, la agricultura inglesa no podría funcionar.
–¿Por qué?
–Porque incorporaría el costo de los contaminantes y sus efectos sobre la salud humana y la naturaleza. Además, sumaría la degradación del suelo y del agua. Restaurar todo es más costoso de producir. En el caso de la Argentina, todavía no estamos tan mal. Pero si incorporamos sólo el costo de los nutrientes no reconocidos, estaríamos hablando de un 25 por ciento de esa agricultura.
–¿Cuál es el cálculo económico de ese aumento?
–Para la campaña actual se calcula unos 2000 millones de dólares. Porque, además, los fertilizantes aumentaron mucho. Hice el cálculo en 2004 y era alrededor 1100 y 1200 millones. Y sólo hablo de dos nutrientes de los dieciséis que trae la soja. La soja es una planta altamente extractiva de nutrientes que, en momentos de buen manejo, repone nitrógeno, pero que en la situación intensiva actual, ni siquiera nitrógeno repone.
–¿Qué significado le dan al término “deuda ecológica”?
–Es un reclamo de los países del Sur hacia las economías del Norte por el reconocimiento de todos los daños producidos por el uso indebido de su naturaleza: el daño ambiental y la apropiación ilegitima de sus recursos naturales, en particular de la biodiversidad. Un aspecto central es lo que llamamos “biopiratería”, que es el uso incorrecto y la apropiación de las semillas y del conocimiento ancestral indígena y campesino que las empresas se llevaron junto con las semillas y no reconocieron. Otro es el uso del espacio vital. La Argentina es un país grande pero la huella ecológica de la Unión Europea y la pata de China ya están puestas sobre nuestro territorio.
–¿De qué forma lo está ocupando?
–No necesitan venir a invadirnos; a través del mercado internacional redireccionan lo que tenemos que producir. Los chinos decidieron utilizar los recursos en los países que no valoran el agua. Nos compran soja y destinan el agua que tienen para uso industrial, doméstico y agrícola. A futuro hay que discutir además la cuestión de la huella de carbono (cantidad de dióxido de carbono producida por un individuo medio en las distintas economías). A los europeos y norteamericanos ya les preocupa y están tratando de mitigarla, nosotros no le estamos dando importancia. Por la vía de la mitigación, con el tiempo, muchos van a pagar el costo del carbono como un impuesto, por ejemplo en los alimentos. Por eso la economía ecológica cuestiona los modelos de consumo y apunta a un cambio de paradigma. Es importante dar esta discusión para ver si vamos a seguir produciendo soja u otro cultivo.
–¿Cómo se instala una crítica al consumo en medio de una crisis donde se plantea que la solución es aumentar el consumo?
–Creo que hoy hay que decirle a la gente: “Si usted está consumiendo esto, no podrá seguir viviendo en este mundo”. El mundo tiene que apuntar a una disminución del consumo. El problema es que se pone en relación consumo y trabajo. Esa es la falta de originalidad de los economistas de buscar alternativas en otro tipo de trabajo para la gente. Hoy todos los chinos quieren tener un auto. Imagínense: un tercio del planeta, todos con autos. Prácticamente el 60 por ciento del hierro que se produce en el mundo va a China. Si no le paramos el consumo al planeta no tenemos más planeta. En el mediano plazo, no vamos a necesitar más automóviles porque no los vamos a poder usar. Lo que necesitamos es hacer más eficiente el transporte público y, por ende, el desplazamiento de la gente en las ciudades.
–¿Cuál sería un escenario productivo en la agricultura desde la perspectiva de la economía ecológica?
–Un enfoque básico es evitar el uso de agroquímicos, promover la producción alimentos sanos que nutran, promover el consumo local y regional y el desarrollo de áreas periurbanas verdes, donde la gente pueda tener sus propios alimentos o estén cerca de los lugares de consumo. Que el vínculo entre lo que se produce y lo que se consume tenga como intermediario al agricultor, que hoy es expulsado. Que se mantenga una economía social de intercambios, que fluya además del dinero, y que disminuya la huella de carbono.
–Antes éramos “el granero del mundo”. ¿Hoy cómo definiría a la Argentina?
–La Argentina podría ser el supermercado del mundo en términos de diversidad, pero lamentablemente nos hemos convertido en una granja exportadora de dos o tres productos. Estamos atados de pies y manos produciendo lo que unos pocos nos indican. Está en riesgo la soberanía alimentaria, energética y ambiental del país.