lunes, 8 de diciembre de 2008

El eje y la esquizofrenia

Por Sandra Russo



La jueza Carmen Argibay habló fuerte la semana pasada. Su explicación sobre el fallo que evitó la libertad de sesenta chicos detenidos en institutos rasgó el telón del Truman Show. Bajo los efectos narcóticos del relato que tejen los medios y las declaraciones públicas de funcionarios del área de seguridad, e incluso bajo los efectos del otro relato, el alternativo, el que aborrece y denuncia las condiciones en las que están detenidos los chicos en conflicto con la ley penal, la medida de la Corte fue un baldazo de agua helada. Y Argibay, lejos de ponerles acondicionador a sus palabras, las erizó: habló de gatillo fácil, esbozó una vida real más allá del telón de la obra que representamos todo el tiempo como comunicadores o multiplicadores de un diagnóstico sobre seguridad.



“Esos chicos están marcados”, dijo.



“Si no vamos a cumplir los pactos internacionales sobre derechos civiles y derechos sociales, ¿para qué los firmamos?”, dijo.



“Si la policía protege a un pibe, el pibe sale a robar y no se hace rico, ¿para quién trabaja?”, dijo.



“El día que el pibe abre la boca, lo matan”, dijo.



Entonces lo que hay aquí es una jueza de la Corte Suprema de Justicia que no les pone acondicionador a sus palabras y que habla de una realidad que por un lado todos conocemos –¿o no? ¿O será que seguimos con el algo habrán hecho los pibes pobres? ¿O será que otra vez estamos en el limbo de no saber, de no sospechar, de lo ver lo que pasa acá enfrente?—, y por el otro negamos y encubrimos con vehemencia. “Es muy grave lo que dijo”, decía un analista de la televisión. “O sea que según la jueza hay gatillo fácil en la República Argentina”, decía otro, como si hubiera que anteponerle “república” a ese lugar en el que se tolera esta práctica: que la policía marca a los chicos con antecedentes, que los presiona para que salgan a robar para ella y les libera zonas para que operen, que los protege para que sigan actuando, y que si el chico quiere salirse de ese trato, lo matan.




La jueza Argibay corrió el eje del problema que tanto rédito les da a los grandes medios cuando lo abordan por otro lado. Cuando los crímenes que escandalizan en proporción al nivel socioeconómico de la víctima imponen el tema de la seguridad. Cuando los deudos de cualquier asesinado les regalan a las cámaras su desgarro, y las cámaras beben cada lágrima y ecualizan cada grito de dolor. Y entonces queda constituido un “nosotros” que somos los conductores del programa de televisión, sus espectadores, las víctimas de los asaltos, la policía, toda-la-gente-de-bien-que-quiere–vivir-en-paz y no puede porque están estos pibes, que son los nuevos malones que supimos conseguir.



Lo que está diciendo la jueza Argibay es que ese “nosotros” es falso, y que si lo aceptamos es porque somos esquizofrénicos. Porque está pasando lo que está pasando y no otra cosa, aunque lo diga la televisión. Porque es imposible que esos pibes salgan a la única escena que los espera y sobrevivan.



Y está diciendo que la policía extermina en silencio. Que hay un consentimiento, un equívoco social y discursivo que apaña a la policía, que la deja seguir exterminando en silencio. Tan brutal es lo que pasa, tan inenarrable es lo que se mantiene en silencio, que estamos cerca de hacer válida la pregunta que se hacían los españoles con los indios. Se preguntaban si tenían alma. Se preguntaban de qué orden eran esas criaturas tan distintas. ¿Los pibes pobres tienen alma? Si la respuesta es sí, lo lógico sería que pidamos justicia también para ellos, que hagamos marchas también para ellos, que nos duelan y nos arranquen sus muertes. Actuamos como si la respuesta fuera: no.



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